lunes, 24 de marzo de 2008

de regreso

Por fin me quité la manta que cayó sobre mis altavoces y opacaba la música que me guía.
Llené los pulmones de una maldita vez sin que un intenso dolor oprimiera mi pecho.
No por más sufrir la voy a querer más.
Disfrutar de mi felicidad también me recuerda a ella, pero ya no duele tanto.
Me costaba salir, la verdad.
Ahora parece que me va saliendo mejor.
Dediqué a mis almas perdidas muchos momentos de placer. Me ayuda. Aunque a los muertos no les llegue, porque ya no existen. Pero yo sí, y su recuerdo en mí también. Así que en realidad, dediqué esos momentos a mis recuerdos.
Quería cambiar de tercio.
Tengo un fotolog y allí colgué un cuento. Será un buen motivo.
Resulta que en la editorial donde trabajo somos varios a los que nos gusta esto de la ilustración, así que en una colección de libros sobre Aragón que se estaba editando, decidieron que unos breves cuentos que incluían serían ilustrados por nosotros. A mi me tocó uno oriundo del bajo Aragón. El asunto es que pensaba recordar bien el cuento y el otro día decidí escribirlo en este fotolog que os comento... para ilustrar mi opinión sobre la situación política (más o menos). Lo curioso es que, cuando lo escribí, no tenía a mano un ejemplar del libro donde se publicó el cuento junto a mis dibujos y lo reescribí de memoria. Cuando llegué a casa y lo leí en el libro, no cabía en mí de mi asombro. No tenían nada que ver. Sí, el protagonista, un cuervo blanco. Y la verdad, el mío me gusta mucho más. Os pongo aquí el mío, basado lejanamente en un cuento turolense que no os voy a contar porque no me gustó mucho después de encontrarme con el mío. Y el dibujo, claro.


Ser diferente

Odio a la gente. Siempre la he odiado. La desprecio, no porque sean inferiores sino porque así lo creen; no porque lancen su ataque antes de confiar en la bondad del otro o incluso en la eficacia de su defensa... si no por la misma naturaleza de ese ataque: perpetuar la ignorancia y no evolucionar por miedo a descubrir que no alcanzan. Me repugna la gente no por ser gente, sino por estrangular la voz del individuo que pueda empujar a otros a salir del rebaño, dejando al puto vago intelectual en minoría. Odio a la gente porque quiere ser gente. La odio porque persigue al individuo sin contemplaciones y porque usa su más miserable arma: la potencia arrolladora de saberse parte de una masa mayoritaria.
Me declaro individuo. No porque lo sea, sino porque quiero serlo.
En la rica tradición literaria aragonesa hay un precioso cuento que nos ilustra sobre la absoluta incapacidad de la gente para valorar a los individuos. La trágica inseguridad de quien se sabe inferior al otro, que le obliga a pisar a su compañero para asegurar la supervivencia de su miserable genética mayoritaria.
En un pequeño pueblo de Teruel (sí, existe...), hace mucho tiempo, nació un cuervo blanco. Su madre, cuando lo vio asomar tras la cáscara de su huevo, lo miró sorprendida. Lo lamió pensando que estaba sucio, pero su pelaje era demasiado claro para ser un cuervo. Aún así, lo alimentó y cuidó, como al resto de su progenie. Los pajarillos fueron creciendo y llegó el día de volar en solitario. Cada cuervito tomó un camino y nuestro pequeño se dirigió a la preciosa torre mudéjar del pueblo contiguo. Anidó en el tejado y comenzó a amueblar su casa.
Las gentes del pueblo lo miraban contrariados, "¿un cuervo blanco?". Algunos estaban encantados por la originalidad de su aspecto, otros admiraban el brillo incomparable de su plumaje albino... pero la mayoría del pueblo lo observaba con recelo porque nunca antes se había visto tal cosa por esos lares. En seguida, todo el pueblo comenzó a achacar cualquier evento a la presencia del cuervo blanco en la torre de su iglesia. El aborto de una mula, la caída de una teja, el amargor de un caldo, el catarro de un bebé... todo lo malo que sucedía, parecía ser culpa del pobre pajarillo que, ajeno a estos acontecimientos, disfrutaba jugando con las ramas de su nido y divagando al atardecer sobre la infinita belleza de la puesta del sol en la sierra turolense. Un día, el párroco, resbaló en las escaleras de la iglesia con una cagadilla del pobre cuervo blanco. "Infamia, blasfemia, es un discípulo de Satán que ha venido a nuestro pueblo a sembrar la desgracia y el pecado", sentenció el cura enfadado en la prédica del día siguiente.
El pueblo se dividió. Unos pocos defendían el derecho a la vida de ese curioso ejemplar de cuervo nunca visto, cuyo único pecado era común a todos los pájaros, cagar hacia abajo. Pero la mayoría, asustados por el miedo a lo desconocido y jaleados por las palabras del cura, acusaban al cuervo de traer desgracias a la comarca.
Así, como la mayoría manda, a pesar de no haberse puesto de acuerdo en las medidas a tomar, un cazador se levantó temprano y salió con su escopeta al tejado de su casa, cercano a la torre de la iglesia. Apuntó al cuervo blanco y éste le miró con curiosidad, "qué bonito y qué brillante es ese objeto que sujeta mi amigo Paco".
Un certero disparo acabó con la vida del único cuervo blanco.
En seguida el populacho atribuyó a su desaparición cualquier pequeña cosa buena que sucedía en la aldea: el parto de una vaca, el intenso y dulce aroma de las flores primaverales, la bonanza del tiempo...
Hechos comunes, que en nada habían cambiado, ni antes, ni después de la llegada de aquel pobre pájaro.
Incluso los que lo habían defendido, prefierieron que ya no estuviera, porque se había convertido en motivo de disputas entre los vecinos.


Por eso, para los simples, es mejor que no vengan muchos diferentes, no porque sean malos ni buenos, es que son incómodos, porque te obligan a pensar que cada uno vale por sí mismo, no por pertencer a un grupo. Verdad, Rajoy?

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